domingo, 22 de noviembre de 2009

El Fuego Nuevo como práctica de un nuevo paradigma

Hace ya dos años realizamos en Cuba una variante de la ceremonia del Fuego Nuevo, sumándonos al entonces primer llamado para retomarla. El Fuego Nuevo fue una institución emblemática de la cultura mesoamericana prehispánica. Luego de aquella experiencia en el año 2007, en dos ocasiones hemos sido testigos y partícipes de dos ediciones de dicha ceremonia en México.
He aquí algunas ideas sobre su posible valor para nuestro entorno cotidiano en las sociedades actuales en su condición de alternativa al modelo hegemónico neoliberal y como forma de rescate actualizado de una antigua práctica asumida en sus fundamentos y no en sus formas externas.
Lo que le da ese valor de alternativa a la cosmovisión mesoamericana frente a la cultura en que vivimos, marcada por la aniquilación de cualquier idea de trascendencia, era su visión de la evolución entendida como salto de conciencia, como aspiración a romper el velo de la materialidad del mundo terrenal y alcanzar el universo intangible. Quetzalcoátl, la serpiente emplumada, es el arquetipo civilizatorio que atraviesa toda la historia mesoamericana; el arquetipo del hombre que se transforma en dios.
En términos religiosos, esto implica que no hay una divinidad dispensadora de gracia sino que es el hombre mismo quien se transforma a través de sus obras, y por el sacrificio mismo de su ego, en la divinidad; en un ser que conoce todos los misterios y se crea a sí mismo. En un lenguaje más estrictamente antropológico, podríamos describir el proceso como el camino hacia la ampliación y finalmente la integración de todas las posibilidades que como ser perceptual tiene un ser humano, más allá de los condicionamientos biológicos y psicológicos en los que nace y a través de la exploración de otras formas de conocimiento como la intuición o la percepción directa de otros estados de la conciencia. Esta concepción pone al hombre como dueño de su propio destino y como parte de un cosmos en el que le corresponde una responsabilidad particular que garantiza la existencia misma de la vida. En un contexto así, lo social no era solo el campo natural de existencia de lo humano, sino el área de potencialidad donde estas capacidades latentes podían ser desarrolladas. La sociedad debía, por tanto, ajustarse a una realidad supra humana para hacerse conciente de sí misma y para permanecer en el tiempo, lo cual no conduce inevitablemente a una imagen de la historia en la cual todo está predeterminado y es por tanto inamovible, sino por el contrario, a una en la que la conciencia humana comprende su papel creador y genera una cultura autoconciente, diseñada para contener todas las posibilidades de la experiencia de vivir.
La ceremonia del Fuego Nuevo está profundamente entroncada en esta cosmovisión. Su origen es calendárico; se realiza justo cuando las pléyades alcanzan el cenit de cielo nocturno y se va ajustando según ciclos astronómicos que el calendario refleja y prevé. Su aplicación alcanzaba todas las facetas de la sociedad porque su concepto básico es la renovación. Se trata de una ceremonia central en los pueblos del Antiguo México. Se realiza desde los orígenes del Calendario hace aproximadamente 4 000 años y con tres grados de realización: El Fuego Nuevo anual, dedicado a la purificación física, emocional y mental, El Fuego Nuevo secular, realizado cada 52 años (lapso de tiempo en el cual coincidían el año sagrado y el año civil tolteca), en que los sacerdotes aprovechaban para destruir las imágenes a fin de evitar la idolatría y El Fuego Nuevo milenario, celebrado cada 1040 años (lapso en el que sincronizaban los años sagrado, civil y natural) en el que según evidencias arqueológicas, se abandonaban y reconstruían las ciudades.
Está basado en la concepción del tiempo cíclico, y en la aplicación de esta concepción al devenir de la vida social. Era por tanto una manera de restaurar al hombre en su sitio en el cosmos a través de un alto en la vida cotidiana destinado a realizar prácticas de conciencia tales como meditar, recapitular, ayunar, experimentar estados holorénicos a través del consumo de plantas enteógenas y en general purificarse y disponerse para la entrada en un nuevo ciclo. Uno de los significados esenciales de esta práctica, era la suposición básica de que es necesario depurar y renovar cíclicamente la cultura y sus símbolos. Según esta concepción, el símbolo, como representación de una realidad inmaterial y trascendental, tiene una vida útil limitada determinada por la entropía que impone a la cultura la inercia de la cotidianidad. Los símbolos en su uso continuo tienden a quedarse vacíos de significado; se fosilizan y dejan de expresar el contenido y el estado de conciencia creador que les dio origen. Se impone por tanto, para que la sociedad se mantenga evolucionando, renovar cada cierto tiempo dichos símbolos. Con esta práctica, las sociedades toltecas de entonces evadían la idolatría y mantenían operante y limpia la cualidad simbólica de la conciencia.
La mera existencia de una institución como el Fuego Nuevo, da cuenta de una concepción en extremo aguda sobre los resortes internos del movimiento social y la posibilidad de incidir sobre determinantes aparentemente inamovibles. Expresa una toma de conciencia de la cultura sobre sí misma, un salto cualitativo entre la cultura concebida como acumulación de bienes y circulación de ideas y la cultura concebida como cultivo activo de posibilidades y potencialidades.
La decisión de unirnos en aquel entonces a la celebración, que alcanzaba zonas de México y otros países tenía la clara intención de poner en función de la sociedad cubana y de personas individuales comprometidas o simplemente interesadas en la evolución de la conciencia, una herramienta que nuestra propia cultura desconoce o que si no desconoce, al menos no ha llegado nunca a convertir en institución duradera para renovar y depurar los símbolos que son la base de los acuerdos tácitos que nos conforman y con los que convivimos diariamente. Aunque esta no es una deficiencia aplicable solo a Cuba, sino una falla del mundo modelado por la cultura occidental, creemos que en el contexto específico de una sociedad como la nuestra, estancada en un proyecto social que ha llegado a un callejón sin salida, con las consiguientes consecuencias de desmembramiento del tejido social y la ausencia de incentivo o dirección que seguir, enfocar directamente el tema de renovar los símbolos es un imperativo. A la vez, así como la sociedad necesita renovarse en sus símbolos, pues son los símbolos los que condensan en imágenes las ideas que guían la vida colectiva, el individuo necesita reciclar, aniquilar y dar nueva vida a sus suposiciones, creencias y prácticas a fin de mantenerse activo en su capacidad de cuestionar y transformarse a sí mismo y a su entorno. Esta renovación puede ser asumida como una técnica de higiene psicológica o puede alcanzar niveles de profundidad que hagan de la participación en la práctica una verdadera iniciación en el sentido que le da el pensamiento arcaico: renovación entendida como un proceso de muerte y renacimiento; para que algo nazca, algo debe morir. A través de la iniciación un hombre alcanza su verdadera plenitud humana, instaurándose en los fundamentos de su cultura, emergiendo de la experiencia más comprometido con el mundo natural y humano que le ha tocado vivir.
La realización del Fuego Nuevo, en Cuba y en cualquier otro lugar, debería conllevar un necesario diálogo sobre las fuentes posibles de una reedificación de la cultura tal y como la conocemos; sobre la posibilidad de realizar ajustes necesarios o renovar completamente aquellos símbolos y significados que compartimos y que tienen potencialmente la capacidad de movernos en una dirección determinada. Aquellos que como los símbolos patrios (bandera, himno, escudo, etc, etc) o mediáticos conforman nuestro imaginario. Ellos expresan el ideario que conforma también nuestras vidas personales, y reflejan el estado de descomposición y fragmentación de la cultura dominante. Recrearlos, en el sentido más literal del término, puede reorientar nuestros esfuerzos, reconducir las utopías y colaborar en la creación de un sentido de integralidad en la cultura en que vivimos. Esa posibilidad, más allá de recreaciones más o menos folklóricas o apegos más o menos ortodoxos a la “tradición” es la verdadera enseñanza que la cultura tolteca nos ha legado a través de una institución como el Fuego Nuevo y otras tantas que aun esperan ser reactualizadas y aprovechadas en todo su potencial.
autor: Hilda Landrove

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