martes, 24 de noviembre de 2009

¿Un caimán emplumado? ¿Pero ya no teníamos uno barbudo? Estas pudieran ser preguntas de asombro ante un hecho más que paradójico. Casi nadie hace una asociación espontánea entre un reptil inerte, armado de escamas gruesas, y algo tan leve como plumas. Todavía imaginar barbas en su mentón resulta fácil, ayudan para eso los emblemáticos gesto y gesta libertadores de nuestros barbudos en la Sierra Maestra. Pero, ¿un caimán cubierto de plumas? A primera vista resulta hasta gracioso, sin embargo, estamos frente a un simbolismo que a los cubanos, en esta tierra, en este instante, nos concierne profundamente.
Que un reptil se cubra de plumas es, por otra parte, un suceso nada nuevo. Desde hace mucho, tanto la ciencia como la mística se han puesto de acuerdo acerca de esta posibilidad. Los científicos conocen que durante las metamorfosis que sufrieron los grandes reptiles, cambiaron gradualmente sus escamas por plumas y aminoraron su tamaño para poder surcar el cielo: así surgieron las aves en el panorama evolutivo. Para las místicas de la mayoría de las antiguas culturas la transformación de un reptil en ave era el simbolismo más hermoso y preciso de la transmutación que debe operarse en el humano para llegar a serlo plenamente. Las escamas que se hacen plumas o el reptil del que surgen alas son la descripción de un proceso en el cual un individuo o colectividad se compromete a expandir su conciencia más allá de las limitantes físicas y psicológicas, hasta completar el “genoma divino” del ser humano. Es en este punto que se revela la esencia energética, plumescente de la realidad y de nosotros mismos, habitualmente vedada por la escamosidad
sensorial de la existencia cotidiana, desligada de lo trascendente y volcada a la satisfacción de nuestros deseos y aspiraciones reptantes: esas que nos mantienen pegados a la gravedad terrena de un día a día lleno de preocupaciones y miedos, vicios, necesidades falsas y el egoísmo de no reconocernos juntos frente a la evolución y la muerte.

Muchas culturas originarias en varias partes del planeta visualizaron este peligro y se dieron a la búsqueda de una solución en la que vivir satisfactoriamente nuestras vidas diarias no fuera lo opuesto de atestiguar nuestra también cotidiana -aunque oculta- trascendencia. Profundizando en los potenciales de la consciencia, los humanos de las culturas más antiguas encontraron que justo en nuestra pesantez estaba contenida la posibilidad del vuelo; que la escama era preámbulo latente de la pluma, que el aspecto sólido y tridimensional de nuestra realidad ordinaria era solo un amago yuxtapuesto a la realidad primigenia de la energía esencial. Experimentando en sus personas la plumificación de las escamas, la disolución y renovación de su carne en el mar de la energía, encontraron que el reptil emplumado era un símbolo elegante y exacto para rememorar y catalizar esos estados de conciencia en los que el humano se transforma finalmente en humano. Así, para expresar esta transmutación y convivencia de realidades surgieron por doquier imágenes quiméricas, híbridos de reptiles y aves como el dragón, serpientes voladoras, o más simple y concisamente como en Mesoamérica, la Serpiente Emplumada: una fusión de serpiente y quetzal que anula lo imposible. De este modo quedó impresa en la conciencia humana la certeza inspirante de que solo aspirando a lo divino, solo buscando trascenderse personalmente y en conspiración colectiva podía el humano individual comprender su misión total en la sociedad y su función como especie en el planeta.

Lamentablemente este simbolismo que nos llama constantemente a ser mejores es cada vez más un recuerdo debilitándose en el fondo de nuestras mentes. Esa noción, que era memoria habitual para los primeros humanos, fue ahogándose paulatinamente por efecto de los colonialismos que plagaron el planeta en todas direcciones, convirtiendo el saber originario en algo para ser carcomido por el desarraigo. Pero no todo está perdido, siempre que sepamos dónde está ese saber y cómo rescatarlo…

Estamos acostumbrados a escuchar que nuestra isla recuerda a un caimán que duerme flotante en el mar de las Antillas. De ahí las subsecuentes asociaciones en las que, una vez barbado, el caimán que somos decidió sacudirse el yugo imperial y comenzar una época de cambios que puso en duda su carácter de “dormido”. También hemos escuchado que cuando nuestro caimán optó por las barbas se convirtió en la llave emblemática de las ansias de liberación para el resto de América. ¿Pero, esto sigue siendo así?

Para todos es claro que el país que habitamos está inmerso en un letargo, esa clase de letargo en que algunos reptiles se preparan para una radical transformación que, de no ocurrir, compromete su bienestar y supervivencia. Sabemos que nuestra sociedad está sumida en una fuerte crisis de valores que se opone a la original aspiración de cultivarnos para ser siempre libres. Somos libres, sí, de lo más obvio del imperialismo bloqueante y acechante. Sin embargo, no atendemos al virus que se ha implantado en la mente colectiva de la juventud que solo aspira a consumir lo que el imperio se empeña en imponernos. Somos una nación tal vez culta, pero no libre de nuestros lastres humanos.

La atmósfera mental cubana se ha plagado de algo que pudiéramos resumir en la jocosa y a la vez muy seria frase de: “movimiento reptilíneo uniforme”, en la que están implícitas las causas y consecuencias de que nuestro caimán permanezca por mucho tiempo adormecido. Para la mayoría es patente la decadencia espiritual y moral de la que participamos en la actualidad y, al no detenerse a revisar sus causas, nos conformamos con aceptarla como un signo más de la “natural” degeneración humana que vive el planeta. Existen muchas y muy exactas visiones de los males que aquejan a nuestra nación, por parte de cubanos que advierten los fallos de nuestro sistema socialista y ofrecen posibles soluciones. No obstante, carecemos en general de una idea de proyecto social en el que esté implícita la trascendencia. La principal consecuencia de esto es que a la hora de hacer coincidir todos estos aportes revolucionarios y ponerlos en marcha, terminamos traicionando su impulso debido a la intromisión de las tendencias personales, subproducto favorito de todo establishment.

Nuestras aspiraciones como cubanos se circunscriben generalmente a alcanzar o recuperar todo de lo que en este medio siglo de socialismo fracasado hemos carecido. Estamos lejos de reconocer lo obvio de que el bienestar social no depende solo de cuánto tenemos, ni de cuánto podamos hacer crecer y satisfacer las necesidades. Existe una dimensión muy concreta de la realidad desde la cual no hay más satisfacción y necesidad que la de poder liberarnos de nuestras limitaciones, en tanto seres que solo buscan consumir bienes materiales y emocionales. Existe la dimensión del espíritu sin la cual nuestro mundo de relaciones sociales y aspiraciones personales no está completo, y sin este principio cualquier sistema que aspire a la justicia social está destinado al fracaso.

El habernos apartado de esta dimensión ha traído con el paso de los siglos todo el conjunto de mecanismos tiránicos y dictatoriales que constriñe a la humanidad en un cerco de sufrimientos y deseos, que en cada nación solo ofrece la opción de estar en uno de los dos extremos de la fórmula: “el hombre lobo del hombre”, que se repite a todos los niveles, tanto en las relaciones familiares como en los conflictos geopolíticos. Desde hace más de quinientos años los americanos hemos sufrido del “lobo occidental”, que segando y cegando la aspiración a la trascendencia de nuestros pueblos originarios, nos impuso su modelo de consumo-excreción del que Cuba pareció ser gloriosamente la diferencia.

Al convertirnos en el “Primer Territorio Libre de América”, hicimos que nuestro caimán se desperezara y, a coletazos y mordidas, decidiera su libertad. Mas, a pesar de todo sabemos que ahora, después de muchas dificultades y a pesar de las apariencias libertarias, el caimán duerme profundamente. El movimiento reptilíneo, ahora peligrosa y uniformemente acelerado, ha fomentado entre los cubanos divisiones de todo tipo: de clases, raciales, sexuales, generacionales; de modo que los ya no tan sutiles virus imperiales tienen gustosos hospederos en nuestras mentes, pasando inadvertidos a la vez que reforzados por la triunfalista propaganda oficial. La palabra “Revolución” devino la expresión formal de un pueblo otrora poseedor de un sueño social que muy pocos siguen al pie de la letra. Entre el cruel bloqueo del imperio estadounidense y el auto bloqueo de no aspirar a más que competirnos las miserias, las posibilidades de cumplir con el slogan de “más cubano más humano” se estrellan contra el egoísmo que cada vez más aceptamos en sostener, olvidando que justo en la solidaridad material y espiritual radican las bases de toda soberanía.

Preocupados con esta alarmante y terminal situación, desde nuestra humilde verdad hacemos un llamado al pueblo de Cuba a revisar sus aspiraciones como nación, a buscar una fuente de inspiración espiritual más allá del pan diario y a encontrar pronto un punto de conspiración que lo reconecte con un pasado originario y trascendente desde el cual enraizar un futuro en el que la plenitud cubana emule a la plenitud humana. Por esto, proponemos el emblema del Caimán Emplumado, como invitación para explorar cuánto de escama y pluma tenemos, y redimensionar la idea de “Revolución” que hasta ahora hemos sostenido.

Siguiendo la metáfora mesoamericana de una serpiente que se cubre de plumas de quetzal -ave preciosa en náhuatl-, queremos compartir la visión de un egoísta y terrenal caimán que transmuta sus escamas en plumas de tocororo, ave nuestra que, además de no resistir el cautiverio y representar las ansias de libertad de nuestra nación, era para nuestros aborígenes taínos un asomo de metamorfosis energética en que la trascendencia se figuraba cual ascensión floreciente; así llamaron a esta ave: guatini tocororo, “flor que vuela”. Nuestro sabio José Juan Arrom expone poéticamente esta intuición cuando dice:
… hay un pájaro de preciosos colores que en Cuba se le llama tocororo o tocoloro. Como se recordará, en las lenguas arahuacas “flor” es totocoro o totocolo. De modo que el nombre del pájaro parece haber sido una metáfora lexicalizada que apunta hacia una exquisita imagen poética: la de un ave que hiende el aire como un relámpago multicolor para posarse en una rama y florecer en pétalos de un verde brillante, azul metálico, suaves grises y rojo bermellón
No se nos ocurre un mejor destino para las escamas de nuestro caimán, no hay mejor imagen para todo lo que aún nos queda por hacer.

Es curioso notar cómo el significado mismo de este vocablo -posible étimo de “camaján” según Arrom-, implica la noción de un ser que lleva a extremos una actitud egoísta y antisocial. Dice J. J. Arrom: “Kaimahan se ha registrado en arahuaco como «acción de ser hostil o de comportarse hostilmente». (…) O sea, que al caimán el indígena lo llamaba simplemente «el que es malo u hostil»”. José Juan Arrom: Estudios de Lexicología Antillana. Centro de Estudios del Caribe. Casa de las Américas, 1980. pp 108-109.
 Ibídem; p. 109
Autor: Rubén Lombida Balmaseda

1 comentario:

Armando Chaguaceda dijo...

EXCELENTE....por supuesto que mi formación racional positivista no habría parido texto así....les deseo looooo mejor con este pajarraco-lagartijo-subersivo-enamoradorrrr

Xchagualcoatl